En una esquina del Bulevar Artigas muy concurrida, había un señor, sentado en el piso, pidiendo limosna; realmente parecía con dificultad para moverse. Por ser religiosa no suelo dar limosnas; así que siempre trato de, al pasar, saludarlos con una sonrisa. Esta vez, hice lo mismo y seguí, cuando siento que el hombre me llama:
- Hermana ¿podría hacerme un favor?
Retrocedí.
- Sí, por supuesto. Si puedo...
- ¿Podría comprarme, en la panadería de aquí a la vuelta, unas galletas?
Me encantó el pedido. Limosna no le daba, pero ¡qué mejor que darle una mano!
- Malteadas y sin sal, vienen en paquete (recordar que –argentina en Uruguay- no dejo de ser forastera). ¿Cuánto costarán?
- ¡Ni idea!, pero las compro y después te digo.
Partí a la panadería. Me dijeron que malteadas, sólo con sal. Tenían que ser magras o marinas. Volví a preguntarle cuál de las dos.
- Las más baratas ¿Cuánto cuestan?
Yo, tonta, no había averiguado. Me dio $30 en moneditas.
Volví a hacer la compra. Costaba $34,- por lo que puse cinco míos y me devolvieron uno. Se la llevé a mi amigo, le entregué el paquete y me preguntó el precio; me dió cinco pesos, y le devolví uno.
Nos saludamos los dos, y me iba muy contenta.
A los dos pasos:
- ¡Hermana!
Volví a darme vuelta:
- ¡Rece por mí!
- ¡Sí por supuesto! ¡Y vos por mí también!
- ¡Sí, yo también! ¡Chau!
- ¡Chau!
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Me encantó el encuentro.
Estas son las alegrías que da el usar hábito religioso.